Con movimientos en su andar que revelaban un carácter de soberbia y vanidad, el doctor Manuel Cazzas llegó hasta la silla de las confesiones y se acomodó, no sin antes saludar atentamente al senador. Acto seguido extrajo un cigarrillo de su pitillera de oro, lo encendió, soltó una bocanada de humo, la siguió con su mirada y principió su relato: